Cuando comenzó este proyecto de web-blog ya mencioné mi intención de utilizarlo, básicamente, en aquellos momentos en los que tuviera algo que decir, lejos del ruido de las redeh sosialeh. De ahí que tampoco me ande prodigando demasiado últimamente: ni siento demasiada necesidad de proclamar mis opiniones, ni creo que estas despierten excesivo interés en casi nadie. Lo cual, por cierto, es un alivio.
Como buen cascarrabias, asisto atónito a cuanto no me gusta del mundo que nos rodea, pero sin más respuesta que la de echarme a un lado ni invertir demasiadas energías en la denuncia o la reivindicación, más que con algunos. Pocos.
Y es que, entre tanta cosa fea, es difícil definir un denominador común a todo lo que me preocupa: de la mediocridad de nuestros dirigentes al conflicto bélico de facto instaurado en la sociedad, pasando por ese irracional retorno al pensamiento mágico que nos tiene a algunos bastante sobrecogidos.
Pero vislumbro algo, y de eso va todo esto.
Nunca me ha gustado generalizar. Es más, nunca me han gustado las personas que lo hacen. Los inmigrantes son…, las mujeres se piensan que…, los jóvenes se creen que… and so on. Lo mismo que los fachas tal o los progres cual. Entiendo que son expresiones propias de mentes ciegas a la simple verdad estadística, que construyen su realidad desde los prejuicios, los valores adquiridos o experiencias personales más o menos singulares. Y es que son demasiadas las mujeres, los inmigrantes y los jóvenes como para pensar ni siquiera en un determinado rasgo común, qué le vamos a hacer.
Digo esto de las generalizaciones a modo de disculpa inútil, por aquello de no parecer demasiado radical en mi convicción. Se ha notado ¿verdad? Voy al lío.
Escribía el otro día mi buen amigo Paco Abel (maravilloso artista, por cierto): Vivimos en un mundo crepuscular y no hay amigos en el ocaso. Y debo decir que se equivoca.
El mundo de nuestros hijos no es crepuscular, como tampoco lo es el trap, ni Tik-tok, ni la leche sin lactosa. Los crepusculares, querido Paco, somos nosotros.
Me explico: La adolescencia es un período de la vida en el que adquirimos una singular escala de valores, necesaria, por otra parte, para poder afrontar con cierta solvencia lo que viene luego. El adolescente, a menudo, hace de su felicidad el fin último hacia el que orientar todo su tiempo y energías. Aborrece el tedio y la contemplación y necesita de cuantas más relaciones sociales posibles para sentirse parte de algo mayor en donde reafirmarse, y para lo que no le basta la familia. El adolescente también percibe el mundo desde un ego sobredimensionado, recién descubierto, y que necesita de reconocimiento y aceptación pública constantemente. Como percibe el futuro como un lienzo infinito e inagotable, vive el presente con muchísima intensidad, lo que lo lleva a percibir los riesgos de manera sesgada y a cierta miopía para el largo plazo. Es por esto, que nos toca a los caducos y protestones adultos imponer normas, restringir sus movimientos, limitar sus expresiones… sabedores de que lo de la felicidad, los amigos y el reconocimiento están muy bien, pero fuera hace bastante frío y no se les puede dejar solos.
Cuando me asomo a las redeh sosialeh, o a las aulas; cuando enciendo la tele o hablo con algunas personas, me topo a menudo con una disneylandia teenager generalizada.
Un mundo en el que el fin último es la felicidad y el bienestar del yo, en el que muchos, igual que los adolescentes, siguen en una permanente búsqueda de sí mismos, con problemáticas propias de esa circunstancia, aun peinando canas. En el que se busca sin descanso un reconocimiento medido en likes, matches o en número de reproducciones y la creatividad consiste en el talento de saber proyectar una imagen virtual que despierte la envidia admiración de los demás. Y todo así, como muy selfish y blandito.
Mientras, por arriba, nos dicen que no debemos de reírnos con según qué cosas, so pena de acabar tachados de machihomoxenofachaprogres, en el mejor de los casos; o frente a un tribunal, en el peor. Y es que en disneylandia también mandan los adultos. Nos dicen qué es lo que debe escucharse, pensarse o verse, en un tsunami de estímulos tan gigantesco como superficial, y en el que el sentido crítico se reduce a la selección de perfiles a seguir en twitter o instagram.
Y todo es gracioso hasta que te encuentras con un pavo de 18 años que retransmite partidas de play comprándose un Lamborghini, mientras un familiar de 50 lleva 10 en el paro; o hasta que tu hijo de nueve años te dice que quiere ser youtuber. ¿Youtuber de qué?
No sé. No reivindico mi generación, ni me creo mejor que nadie, por más que el mercado se haya dado cuenta de que somos muchos (los baby boomers, dicen) y de que ahora contamos con poder adquisitivo suficiente para consumir remakes de super-héroes, secuelas de La guerra de las galaxias o comprar naranjitos de goma, en una infinita explotación comercial de la nostalgia. Recuerdo, eso sí, que contábamos chistes de mariquitas, de negros o de amas de casa, y que nada de eso nos ha convertido en homófobos, racistas o machistas. Recuerdo que sólo había dos canales y algunos cines. Pero en ellos se veían coños, comunistas, disidentes, colgados… y también ciencia, música, literatura, arte, religión… lo justo que cupiese en 12 horas de programación o 120 minutos de largometraje. Y no es que fuese mainstream o indie, es que era lo que había y… como las lentejas. Aquello era un coñazo en muchos sentidos: había terrorismo, sida, sobredosis y hostias; y nos teníamos que hacer las pajas con los catálogos de lencería del Venca o el interviú, pero uno nunca tenía que tener demasiado cuidado con lo que decía o con cómo lo decía y, lo que es mejor, nunca pensaba que tuviese que tenerlo en un futuro. En definitiva: a los adultos se les trataba como tales y los jóvenes anhelábamos el momento de convertirnos en adultos por la libertad que ello entrañaba, al menos en teoría. Ya los batacazos económicos del 94 y 2008 se ocuparían después de cortarnos las alas si queríamos seguir comiendo y pagar el alquiler, pero esa es otra historia.
Algunos, en confianza, me dicen que hablo como un viejo, que lo de OK boomer me lo tengo más que merecido, que es una pena y tal… y supongo que tienen razón. Pero es que no me veo en otra, haceos cargo, ni limitando en medida alguna mis formas o mis ideas por más que el interlocutor me lo exija y, claro, así me va.
Me cuesta expresar todo esto de manera sencilla, me cuesta encontrar un nombre apropiado a esta dictadura soft de la felicidad y de la popularidad tan enorme como intranscendente, tan confusa como polítically correct. Alguien me posteó el otro día: bienvenidos a la verdadera pandemia moderna: la infantilización. Tal vez lleve algo de razón y esa sea la idea.
No quisiera que de esta vomitona se desprendiese la idea de que los nacidos en los 70 somos la última generación adulta de este país, por eso aclaré lo de lo estúpidas que me parecen las generalizaciones. No lo quisiera, aunque lo piense.
Estoy bastante de acuerdo con la mayor parte de la “vomitona”. Y añado: la adolescencia es para los adultos un segmento del negocio. La “libertad”, la “rebeldía” y todas los accesorios necesarios para alimentar el bienestar de ese ego recién descubierto se venden, siempre se han vendido. Cambian los tiempos y cambia el escaparate y los envoltorios, pero la cosa es -en mi opinión- siempre la misma: un negocio, como casi todo…enhorabuena por el blog y por la prosa inteligible (un lujo según leo por ahí) 🙂
Estoy de acuerdo, ants de leer esto tuyo, tus opiniones, me he dado cuenta de la gran infantilización de la sociedad. No se´si la actual. Desde los politicos al vecino. Pero es lo que hay. No sé dónde esconderme. Por eso me encierro en tiempos pasados – tampoco es bueno- pero es para tomar impulso y continuar evitando los errores que mantenían. Lo peor es que algunos perviven. Estoy orgulloso de tí, pero no debo continuar porque se notaría quin soy…
Me encantan tu clarividencia y la forma que tienes de comunicarla. Yo también me enorgullezco de ti y ojalá muchos compartieran tu manera de ver las cosas. No desfallezcas nunca.